Guillermo Ries Centeno
Está ahí, recostada en el diván, suspirando. Con la vista fija en el techo color cremita, en sus pensamientos, en su pasado, vuelve a repetir que ya no lo ama, que no lo necesita. Pero se contradice. Lo extraña. Vuelve a amarlo.
Hace poco más de un año que Estela se atiende con Uriel, unos quince años menor que ella. Llega al noveno piso de la avenida Callao al 300 cansada, con ganas de putear, llorar, demostrando la misma bronca desde hace unos meses. Aburre. Se saca el anillo y lo deja en el escritorio Luis XV que Uriel tiene en el frio consultorio. También se deshace del pesado collar de perlas. La blusa negra, escote en v, deja ver en su pecho el paso del tiempo. Sus manos son perfectas. Viste bien desde los hombros hasta la punta de los zapatos. Vive tensa, pero, al llegar a la sesión, vuelve a brillar.
Recostada en el diván deja caer su largo, colorado y enrulado cabello hasta el suelo. Mientras sigue envuelta en quejas y puteadas, toca su pelo, lo acaricia. Uriel se siente seducido, intuye algo. Estela no para de moverse. Cuando habla de su marido, más se acaricia el pelo.
Hace más de cuatro sesiones que Estela se comporta así. Uriel, orientado pero intimidado a la vez, decide poner fin a esto. Sin decir una palabra, levanta sus pies del suelo y los apoya sobre el cabello de Estela. Ella, un tanto sorprendida, se levanta del diván, camina hacia el escritorio donde había dejado su anillo y vuelve a ponérselo.
-Amo a mi marido – dice, mientras le paga la sesión a Uriel – Te veo la semana que viene.