Patricia Nasello
La guerra líquida, según fue apodada, tan sucia como todas las que le antecedieron pero más cruenta que ninguna, finaliza. Los sobrevivientes, unos pocos hombres que ahora se piensan infinitamente poderosos, cumpliendo el acuerdo de palabra con el que sellaron el enfrentamiento fratricida, narcotizan los mares —único modo de atraparlos— y los parten, y reparten, y secuestran lo partido y repartido en sendas cajas fuertes.
Bajo el peso de los bloques de cemento que guardan las cajas y su contenido precioso, bajo latas oxidadas, trozos de nailon, colillas de cigarrillo y rocas partidas por la inclemencia del desierto que se expande; bajo los huesos pulverizados de los muertos, la madre tierra suplica como un mendigo:
—Agua, por favor.